Las experiencias con altas dosis de sustancias psiquedélicas son siempre intensas y transformadoras. En este caso, es la genial novelista Isabel Allende la que se aventura a probar una de estas plantas mágicas tan perseguidas y condenadas por el poder establecido en su afán protector y benevolente. El relato de este significativo viaje se encuentra en el último de los libros autobiográficos de la escritora, titulado La suma de los días, que continua con el relato de la apasionante vida de su familia ya empezado en La casa de los espíritus y continuado en Paula. Allende acudió a la ayahuasca en busca de inspiración, pero tal y como deja translucir en su brillante relato, encontró mucho más que eso:
Necesitaba volver a ser la niña que fui una vez, esa niña silenciosa, torturada por su propia imaginación, que deambulaba como una sombra en la casa del abuelo. Debía demoler mis defensas racionales y abrir la mente y el corazón. Y para ello decidí someterme a la experiencia chamánica de la ayahuasca, un brebaje preparado con la planta trepadora Banisteriopsis, que usan los indios del Amazonas para producir visiones.
Willie [el marido de Isabel Allende] no quiso que me arriesgara sola y, como en tantas ocasiones de nuestra vida en común, me acompañó a ciegas. Bebimos un té oscuro de sabor repugnante, apenas un tercio de taza, pero tan amargo y fétido que era casi imposible de tragar. Tal vez yo tengo una falla en la corteza cerebral -bien que mal siempre ando un poco volada-, porque la ayahuasca, que a otros les da un empujón hacia el mundo de los espíritus, a mí me lanzó de una sola patada tan lejos que no regresé hasta un par de días más tarde. A los quince minutos de haberla tomado, me falló el equilibrio y me acomodé en el suelo, de donde ya no pude moverme. Me dio pánico y llamé a Willie, quien logró arrastrarse a mi lado, y me aferré a su mano como a un salvavidas en la peor tormenta imaginable. No podía hablar ni abrir los ojos. Me perdí en un torbellino de figuras geométricas y colores brillantes que al principio resultaron fascinantes y después agobiadores. Sentí que me desprendía del cuerpo, el corazón me estallaba y me sumía en una terrible angustia. Volví entonces a ser la niña atrapada entre los demonios de los espejos y las ánimas de las cortinas.
El periodo inicial del viaje psicodélico se conoce coloquialmente como “bajada a los infiernos”. Ocurre cuando el fármaco golpea la consciencia y la sacude totalmente arrastrando al individuo a un estado mental terrorífico; es la reacción natural de nuestra mente nacional al torrente de información nueva y contradictoria que inunda nuestras sinapsis. Por suerte, el viaje continua…
Al poco rato se esfumaron los colores y apareció la piedra negra que yacía casi olvidada en mi pecho, amenazante como algunas montañas de Bolivia. Supe que debía quitarla de mi camino o moriría. Traté de treparla y era resbalosa, quise darle la vuelta y era inmensa, empezaba a arrancarle pedazos y la tarea no tenía fin y mientras crecía mi certeza de que la roca contenía toda la maldad del mundo, estaba llena de demonios. No sé cuánto rato estuve así; en ese estado el tiempo no tiene nada que ver con el tiempo de los relojes. De pronto sentí un golpe eléctrico de energía, di una patada formidable en el suelo y me elevé por encima de la roca. Volví por un momento al cuerpo; doblada de asco, busqué a tientas el balde que había dejado a mano y vomité bilis. Náusea, sed, arena en la boca, parálisis. Percibí, o comprendí, lo que decía mi abuela: el espacio está lleno de presencias y todo sucede simultáneamente. Eran imágenes sobrepuestas y transparentes, como esas láminas impresas en hojas de acetato en los libros de ciencia. [...]
Muchas visiones extracorporales tienen un indudable componente alegórico. Es como si la consciencia sobreexcitada por el fármaco buscara una representación onírica de nuestros problemas más profundamente enterrados y de esta forma nos obligara a enfrentarnos a ellos de forma consciente.
[...] Anduve vagando por jardines donde crecían plantas amenazantes de hojas carnosas, grandes hongos que sudaban veneno, flores malvadas. Vi a una niña de unos cuatro años, encogida, aterrada; estiré la mano para levantarla y era yo. Diferentes épocas y personas pasaban de una lámina a otra. Me encontré conmigo en distintos momentos y en otras vidas. Conocí a una vieja de pelo gris, diminuta, pero erguida y con ojos refulgentes; podría haber sido también yo en unos años más, pero no estoy segura, porque la anciana se hallaba en medio de una confusa multitud.
Pronto ese poblado universo se esfumó y entré en un espacio blanco y silencioso. Flotaba en el aire, era un águila con sus grandes alas abiertas, sostenida por la brisa, viendo el mundo desde arriba, libre, poderosa, solitaria, fuerte, indiferente. Allí estuvo ese gran pájaro durante mucho tiempo y enseguida subió a otro lugar, aún más glorioso, en que desapareció la forma y no había sino espíritu. Se acabaron el águila, los recuerdos y sentimientos; no había yo, me disolví en el silencio. Si hubiese tenido la menor conciencia o deseo, te habría buscado, Paula. Mucho más tarde vi un círculo pequeño, como una moneda de plata, y hacia allá enfilé como una flecha, atravesé el hueco y entré sin esfuerzo en un vacío absoluto, un gris translúcido y profundo. No había sensación, espíritu, ni la menor conciencia individual; sin embargo sentía una presencia divina y absoluta.
Allende está describiendo seguramente una disolución o muerte del ego, esta vez producido por la visión previa de una representación de la divinidad encarnada en un águila majestuosa.
Estaba en el interior de la Diosa. Era la muerte o la gloria de la que hablan los profetas. Si así es morir, estás en una dimensión inalcanzable y es absurdo imaginar que me acompañas en la vida cotidiana o me ayudas en mis tareas, ambiciones, miedos y vanidades.
Mil años más tarde regresé, como una extenuada peregrina, a la realidad conocida por el mismo camino que había recorrido para irme, pero a la inversa: atravesé la pequeña luna de plata, floté en el espacio del águila, bajé al cielo blanco, me hundí en imágenes psicodélicas y por fin entré a mi pobre cuerpo, que llevaba dos días muy enfermo, atendido por Willie, quien ya empezaba a creer que había perdido a su mujer en el mundo de los espíritus. En su experiencia con la ayahuasca, Willie no ascendió a la gloria ni entró en la muerte, se quedó trancado en un purgatorio burocrático, moviendo papeles, hasta que se le pasó el efecto de la droga unas horas más tarde. Entretanto yo estuve tirada en el suelo, donde después él me acomodó con almohadas y frazadas, tiritando, mascullando incoherencias y vomitando a menudo una espuma cada vez más blanca. Al principio estaba agitada, pero después quedé relajada e inmóvil, no parecía sufrir, dice Willie.
La experiencia de Willie es muy común en las personas extremadamente racionales: no son capaces de escapar de las ilusiones creadas por su ego, el cual siempre busca aferrarse a algo cotidiano, en este caso el trabajo de oficina (Willie es abogado) sirve como barrera artificial para que Willie no alcance a ver que hay más allá de su mente racional, tanto en su interior como en el exterior.
El tercer día, ya consciente, lo pasé tendida en mi cama reviviendo cada instante de aquel extraordinario viaje. Sabía que ya podría escribir la trilogía, porque ante los tropezones de la imaginación tenía el recurso de volver a percibir el universo con la intensidad de la ayahuasca, que es similar a la de mi infancia. La aventura con la droga me embargó de algo que sólo puedo definir como amor, una impresión de unidad: me disolví en lo divino, sentí que no había separación entre mí y el resto de lo que existe, todo era luz y silencio. Quedé con la certeza de que somos espíritus y que lo material es ilusorio, algo que no se puede probar racionalmente, pero que a veces he podido experimentar brevemente en momentos de exaltación ante la naturaleza, de intimidad con alguien amado o de meditación. Acepté que en esta vida humana mi animal totémico es el águila, ese pájaro que en mis visiones flotaba mirando todo desde una gran distancia. Esa distancia es la que me permite contar historias, porque puedo ver los ángulos y horizontes. Parece que nací para contar y contar. Me dolía el cuerpo, pero nunca he estado más lúcida. De todas las aventuras de mi agitada existencia, la única que puede compararse a esta visita a la dimensión de los chamanes fue tu muerte, hija. En ambas ocasiones sucedió algo inexplicable y profundo, que me transformó. Nunca volví a ser la misma después de tu última noche y de beber aquella poderosa poción: perdí el miedo a la muerte y experimenté la eternidad del espíritu.
La fase final de cualquier viaje psiquedélico es el periodo de reflexión posterior. Es cuando realmente interiorizamos todo lo que hemos experimentado y lo convertimos en conocimientos útiles para nuestra vida. Son necesarios días o incluso semanas para asimilar toda la información generada en un viaje de este tipo, es como si concentrásemos muchos meses de experiencias ordinarias en unas horas en las que todo se vuelve extraordinario.
Fuente original: http://enbuscadelosagrado.blogspot.com/
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